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domingo, 27 de febrero de 2011

Condena eterna.

“No quieras conocerme, por mucho que te llame la curiosidad. Te lo suplico. No quiero volver a hacerlo… por favor.”



Pero se acercó. Intentó convencerme de que podía ser normal, de que no tenía porque hacer daño a la gente si no quería. Insistió para que abandonase mi prisión y enseñarme su mundo, ofrecérmelo. Me invitó a vivir una vida, la que hubiera tenido si no hubiera estado condenada. Incluso llegó al extremo de desear arrancarse el corazón por dármelo, para que pudiera sentir. Sus pulmones para que pudiese respirar. Su piel para que pudiera tocar. Todo. Y todo en vano, mi pequeño humano.
Yo ya había perdido todo aquello, el día que me sentencié a ir al infierno. “¿Crees que lo hago por el dolor que me supone esta penitencia?” le pregunté. No. Tan solo continuaba la cadena que inicié cuando era como él, tan necia y frágil.
Maldito ingenuo, ¿por qué no me hizo caso? Desperdició conmigo la oportunidad que yo también desaproveché, hace muchísimo tiempo. Se me dio una vida, y la dediqué a despojar otras que no me pertenecían.
Esa era mi pena, perpetrar un crimen, cada día, cada noche. Revivir mi error una y otra vez hasta que realmente me arrepintiera.
Tuve que hacerlo… tuve que hacerlo…
Nadie podía conocer el secreto. Soy veneno. Soy la muerte. Tuve que acabar con alguien que no había planeado matar. Alguien que no quería ejecutar. Alguien que por primera vez sintió compasión hacia mí.
Aquel día me arrepentí. Tanto, que destruí mi propia inmortalidad. Sin embargo, aquí sigo. Tan desmesurado fue mi sentimiento de culpa, que se me devolvió a la vida para vagar durante toda la eternidad lamentándome por haberlo asesinado.


Perdóname, desde donde sea el lugar al que te envié, perdóname… perdóname…

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